Hasta mediados del siglo XIX, las operaciones significaban casi con total seguridad una agonía para los pacientes. Con la utilización del éter como anestésico general, se realizaron más intervenciones quirúrgicas, pero se incrementaron las tasas de infecciones y de complicaciones. Tras ser testigo de los inicios de la anestesia quirúrgica, Joseph Lister, por entonces joven estudiante de medicina, comenzó a buscar un modo de operar sin poner al paciente en peligro tras la intervención.