Nací el dos de marzo de 1921, en los barrios bajos de Madrid, calle de Zurita, 34, casi esquina a la popular plaza de Lavapiés. Mis primeros años fueron -lo son en mi recuerdo- copiosamente felices, colmados de estrecheces y alegría. Tuve un hogar acogedor y, para mí, seguro. Mi padre fue un obrero metalúrgico, laborioso, callado, amable, sagaz, con muchas puntas de sabiduría y algunas de gracia socarrona, propias de un campesino castellano recién injertado en el Madrid castizo. Mi madre, portera de casa pobre, era y es inteligentísima: nunca pudo asistir a la escuela y aprendió sola a leer y escribir. Vivaz, incansable, abnegada, ha sido cabeza y amparo de una interminable familia de parientes y coterráneos de los pueblos alcarreños de Ledanca y Muduex -no lejos de la Hita del Arcipreste-, que solían recalar en nuestra casa mientras buscaban trabajo, hacían sus compras, trataban sus enfermedades o, en los tiempos más atravesados, entretenían su hambre o escapaban de la persecución. Durante la guerra civil, por ejemplo, de 1936 a 1939, en nuestro piso angosto llegaron a refugiarse cerca de cuarenta personas, algunas buscadas por los "rojos"; en los años de la posguerra, volvimos a ser pensión abierta de otros refugiados, algunos perseguidos también, esta vez por los "nacionales". Lo que en mí pueda haber de bueno, comprensivo, trabajador y animoso, viene seguramente de este hogar y de estos padres.